miércoles, 16 de mayo de 2007

Perorata fúnebre


Esta mujer, que durante su vida (pues ha muerto), fue una investigadora enfurruñada que puso en alto su ineptitud para alcanzar la verdad de la cosa, negó incluso a la cosa y no la llamó por ninguno de sus nombres, le permitiéndole ser incógnita muda, y que sin embargo investigó a fondo, destartalada e intermitentemente, pero con furor, sin disciplina, con desmaño, sin saber qué investigaba, ella que no descubrió nada, ni siquiera un manto de neblina, ni humaredas blancas arrebatadas por el viento, ni pequeñas huellas de insectos en la sólida lava grisácea.
Esta mujer, con su habitual indiferencia por las cosas humanas, no prestó atención a su muerte, a su propia muerte, ni pareció percatarse de ella. Murió sencillamente, sin alegatos fúnebres, sin teorías (a pesar de que su mente las producía a cada paso con la misma rapidez con la que la iba olvidando). Murió con naturalidad pasmosa (ah, como si estuviera habituada a morir) y nos dio así una lección de modestia, sangre fría, sobriedad, descuido, o como a ella le hubiera gustado que dijéramos: una lección de ignorancia.
Esta mujer no sentía, como algunos creen, demasiada inclinación por las clases del doctor Susuki y encontraba definitivamente intolerable la comparación entre la flor occidental y la flor oriental, cuya alevosía le parecía tan occidental como la manía occidental de hablar mal de lo occidental. Y para demostrarlo cometió un acto asombroso: arrancó una flor oriental. Pero aún así ¿quién sabe lo que realmente pensaba? Nadie, yo soy el primero en no saberlo, aunque al hablar de ella me empiezo a imaginar lo que pensaba, lo que no pensaba, en fin, me siento vigilado. Es como si pudiera verme a través de este vaso de cenizas que sostengo con ambas manos al borde del acantilado, donde me ordenó arrojarla, así que mejor acabo con esta perorata fúnebre, que ella con su humildad espantosa seguramente hubiera censurado.
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